En Guaymallén y en buena parte del país sobran escándalos y faltan ciudadanos dispuestos a hacer algo más que quejarse por WhatsApp. La corrupción avanza tranquila cuando quienes cumplen “a rajatabla” eligen mirar para otro lado. La Justicia, bien gracias. En Guaymallén, la ciudadanía también tiene algo que ver. Por Néstor Bethencourt

El deporte nacional: indignarse… hasta que hay que firmar
La indignación nos sale de memoria. Ante cada nota sobre viandas millonarias, licitaciones turbias, obras clandestinas o premios truchos a “comercios ejemplares”, los teléfonos arden. Capturas de pantalla, emojis furiosos, audios indignados, frases lapidarias: “Qué barbaridad”, “son todos iguales”, “algún día se les va a acabar”.
El problema aparece cuando de ese enojo hay que pasar a un gesto concreto. En ese momento la valentía se encoge. Surgen las advertencias: “Yo te cuento, pero no pongas mi nombre”, “no me cites, trabajo en la muni”, “preferiría no quedar pegado”. Y, por supuesto, la frase comodín: “hacé algo vos, que para eso sos periodista”.
Parece que la corrupción fuera un programa de televisión y el rol del ciudadano se limitara a comentar la jugada desde el sillón, con café y wifi. La queja se volvió entretenimiento. El compromiso, una rareza.
Los que son derechitos… y eligen desaparecer
En esta historia aparecen personajes que, en silencio, resultan clave: los que hacen todo bien y no mueven un dedo más. Pagan sus impuestos, no coimean, tienen los papeles en regla, laburan de sol a sol y jamás pidieron un favor. Son la prueba viviente de que es posible no entrar al circo.
Sin embargo, cuando se trata de denunciar un abuso, cuestionar una decisión injusta o presentarse como testigo, se esfuman. No quieren problemas, ni quedar marcados, ni ser “los quilomberos”. Se esconden detrás de un “prefiero no meterme”.
Mientras tanto, los profesionales de la trampa siguen avanzando. El que factura sobreprecios, el que acomoda expedientes, el que reparte cargos entre parientes, el que maneja inspectores como tropa privada, el que construye al lado de un electroducto y después aparece en la foto recibiendo un diploma.
El mapa se invierte: los que cumplen se ocultan; los que transgreden todas las reglas ocupan el centro de la escena. Ellos gritan, amenazan, marcan territorio. Los otros susurran en privado y agradecen no ser vistos.
La Justicia: ausente con aviso
Del otro lado del mostrador, la Justicia aporta lo suyo. Expedientes con obras clandestinas, demoras ridículas, dictámenes que llegan cuando todo ya está construido, sanciones que se anuncian pero no se ejecutan. El mensaje es cristalino: si tenés contactos y algo de paciencia, todo se acomoda.
Cada vez que una denuncia duerme meses, cuando la causa queda perdida en algún pasillo del Poder Judicial, la sensación de impunidad se multiplica. La conclusión que muchos sacan es brutal en su simpleza: “¿para qué voy a denunciar, si no pasa nada?”.
Así se arma un círculo perfecto. La gente no denuncia porque siente que la Justicia no sirve; la Justicia se escuda en que no hay denuncias “formales”, ni testigos, ni papeles firmados. Todos tienen una explicación, todos lavan su parte. Al final, el problema vuelve a las espaldas de quien solo quería vivir medianamente tranquilo.
La fascinación con el vivo
No solo toleramos la corrupción: muchas veces la miramos con una mezcla rara de bronca y fascinación. Los funcionarios que viajan al Caribe con sueldo municipal se vuelven anécdotas de sobremesa. El proveedor que “siempre gana” es casi un personaje pintoresco. El pariente del funcionario que aparece en todos los cargos arranca chistes resignados. El “ñoqui” famoso es parte del paisaje.
Decimos que todo eso nos indigna, pero lo consumimos como parte del folklore. Es el “color” de la política local. Así se instala una idea cómoda: “esto es así, siempre fue así, siempre será así”. Y en esa frase se esconde una forma muy prolija de entregarse.
Ser cómplice no es solo robar, ni firmar algo que se sabe irregular, ni cobrar por mirar hacia otro lado. También lo es saber, ver, tener pruebas en la mano… y elegir el silencio. La impunidad necesita a los corruptos, pero también a los que se tapan los ojos.
La zona gris de los que no eligen
Existe un lugar donde muchos se acomodan: la zona de la no-decisión. No participan de la trampa, pero tampoco la enfrentan. No inventan expedientes, aunque continúan trabajando como si nada cuando esos expedientes pasan por el escritorio de al lado. No roban, pero conviven en paz con quienes sí lo hacen.
La frase que lo resume todo es conocida: “yo me dedico a lo mío, no me meto en política”. Lástima que la política se mete sola. Aparece en la boleta de luz, en la tasa municipal, en la cloaca que rebalsa, en el basural que nunca se sanea, en el centro de salud que no tiene insumos, en la escuela que se cae a pedazos.
No elegir de qué lado estar equivale a dejar que otros elijan por uno. Y está bastante claro quiénes vienen ganando esas elecciones silenciosas.
Nadie se salva solo
En esta combinación de corrupción en Guaymallén y ciudadanía cómoda, el resultado es siempre el mismo: ganan los vivos de siempre.
Circula otra ilusión muy cómoda: “mientras a mí no me toquen, que hagan lo que quieran”. Es una mentira piadosa que nos contamos para dormir mejor. La realidad es bastante menos amable: ya nos vienen tocando hace rato.
Cada vianda sobrefacturada, cada licitación armada, cada galpón clandestino que se regulariza por la ventana, cada nombramiento a dedo, sale de la misma caja: la plata que falta en servicios básicos, en controles serios, en infraestructura mínima, en oportunidades para los que hacen las cosas bien.
Cuando un clan maneja un área clave del municipio como si fuera negocio propio, no solo se llena los bolsillos. También hunde a quien intenta competir limpiamente, al comerciante que no quiere “arreglar”, al profesional que se niega a firmar lo que no corresponde.
Creer que alguien puede “zafar solo” pagando todo en término y mirando para otro lado es una fantasía de corto alcance. El modelo del vivo impune siempre termina pasando por arriba al que trabaja en silencio. Nadie se salva solo: ni el vecino común, ni el empleado honesto, ni el comerciante prolijo. Si el esquema que se consolida es el de la impunidad, en algún momento la factura llega para todos.
Y ahora, qué
No existe una varita mágica. Tampoco hace falta que cada vecino se convierta en héroe épico. Alcanzaría con romper, de a poco, esa combinación de miedo, comodidad y resignación.
Decir algo más que “qué barbaridad”. Dejar constancia cuando se ve una irregularidad. Guardar documentos clave. No regalar el anonimato a los que aprietan desde arriba sin que quede rastro. Acompañar una denuncia con un testimonio, aunque sea ante la Justicia y no de cara a las cámaras. Negarse a naturalizar la extorsión discreta del “si no arreglás, no salís en la lista de los buenos”.
Todo implica un costo, claro. El silencio también lo tiene, y lo estamos pagando hace años.
Puede ser que la pregunta ya no sea únicamente por qué son tan corruptos los que gobiernan, sino otra, bastante más incómoda:
¿hasta cuándo vamos a seguir siendo tan cómodos, tan silenciosos y tan funcionales a los mismos de siempre?
GRACIAS a los que se siguen atreviendo y van contra la corriente.
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