Una historia que atraviesa el alma: relaciones rotas, redes sociales sin filtros y el eco eterno de un dolor que pudo evitarse. Por Redacción

Adolescencia
Hay series que se disfrutan. Otras que entretienen. Y algunas, como Adolescencia, que hieren con una precisión quirúrgica.
Esta producción de Netflix no es solo una ficción bien lograda: es un espejo roto donde se reflejan padres ausentes, adolescentes desbordados, algoritmos sin alma y una sociedad que escucha tarde.
Adolescencia no avisa. Irrumpe. Nos toma de la mano y nos sumerge en la vida de un chico común, Jamie, que lleva el apellido de miles: sin diagnóstico, sin red, sin tregua.
La serie no apela al morbo ni al sensacionalismo. Su poder está en lo no dicho, en los silencios tensos entre padre e hijo, en los chats que reemplazan abrazos, en la inmediatez cruel de las redes sociales.
La orfandad digital de una generación conectada
Jamie no está solo, pero vive como si lo estuviera. Tiene un padre que llega tarde, que se sienta frente a él pero no lo ve. Una madre ausente, quizás por elección, quizás por abandono. Y un universo digital que lo abraza cuando el mundo real lo expulsa.
Las redes sociales, en Adolescencia, no son un decorado. Son protagonistas. Son refugio y verdugo, tribuna y patíbulo. El celular de Jamie vibra más que su corazón. Cada notificación es un latido, cada historia publicada, una súplica de pertenencia. Pero el algoritmo no empatiza. No contiene. Solo amplifica.
La serie muestra cómo los códigos adolescentes se transforman en armas. Cómo un meme puede doler más que un golpe. Cómo una historia en Instagram puede destruir una autoestima en 15 segundos. Adolescencia no exagera: simplemente muestra lo que muchos adultos no quieren ver.
Un padre que no sabe cómo serlo
La figura paterna en Adolescencia es desgarradora por su veracidad. No es el padre violento, ni el monstruo de manual. Es el padre presente pero ausente. El que provee, pero no conversa. El que ama, pero no escucha. El que quiere acercarse, pero no encuentra el puente.
El actor que interpreta al padre logra transmitir esa mezcla de frustración, miedo y torpeza emocional con una sensibilidad que incomoda. Uno no puede odiarlo del todo, porque su desconcierto es también el de miles. ¿Cómo hablar con un hijo que parece tenerlo todo? ¿Cómo advertir el sufrimiento en una generación entrenada para simular bienestar en redes?
La serie no señala con el dedo, pero sí interpela. Nos obliga a preguntarnos cuánto tiempo hace que no miramos de verdad a nuestros hijos. Cuánto espacio hemos delegado en las pantallas. Cuántas veces el “estoy ocupado” reemplazó al “contame qué te pasa”.
La belleza del quiebre
Lo más doloroso de Adolescencia es su humanidad. Nada de lo que ocurre parece forzado. Cada escena respira realismo. El guion es preciso, pero nunca mecánico. Los diálogos duelen porque podrían haber sido los nuestros. Las miradas son más elocuentes que los discursos.
Hay un episodio, en particular, donde Jamie y su padre se sientan a cenar en silencio. El televisor de fondo habla por ellos. La mesa está llena, pero el vínculo está vacío. No hay gritos, no hay golpes, no hay escándalos. Solo un abismo emocional que ya nadie sabe cómo cruzar.
Esa es la genialidad de Adolescencia: mostrar el dolor cotidiano, el drama sin fuegos artificiales. El colapso afectivo que ocurre lentamente, sin que nadie grite “auxilio”.
El rol de la escuela, los amigos y el sistema que no llega
Otro gran acierto de la serie es retratar con realismo la soledad institucional que rodea a los adolescentes. La escuela aparece como una estructura burocrática más preocupada por llenar formularios que por escuchar. Los docentes intentan ayudar, pero están saturados. Los amigos de Jamie también están inmersos en sus propios laberintos.
No hay salvadores mágicos en Adolescencia. Solo personas reales, con buenas intenciones y herramientas limitadas. Eso la hace aún más potente. Porque deja en claro que la responsabilidad es compartida: padres, docentes, medios, plataformas digitales. Todos formamos parte del entorno donde crecen nuestros jóvenes.
Cuando el final no es el final
La serie avanza sin apuro, con un ritmo casi poético, hasta llegar a un desenlace tan devastador como inevitable. No haremos spoilers, pero basta decir que duele.
Y no solo por lo que ocurre, sino por lo que representa.
Adolescencia es una historia que se repite en cientos de hogares. Es el eco de un llamado no atendido. Es la tragedia que empieza con un “dejame solo” y termina con una habitación vacía.
Pero incluso en su crudeza, la serie deja espacio para la esperanza. Para el perdón tardío. Para los abrazos pendientes. Para los padres que, al ver la historia de Jamie, se animen a revisar la suya.
Un llamado urgente a mirar más allá de la pantalla
No es casual que Adolescencia haya escalado rápido en los rankings de Netflix. Su impacto va más allá de lo audiovisual. Es una obra que circula en escuelas, en charlas de padres, en mesas familiares. Porque interpela, molesta, remueve.
Vivimos en una época donde las redes lo muestran todo, menos lo que realmente importa. Donde los filtros tapan la angustia. Donde los padres revisan más el homebanking que los ojos de sus hijos.
Y Adolescencia viene a decirnos, sin estridencias, que aún estamos a tiempo. Que podemos aprender a escuchar. Que se puede fallar y volver a empezar. Que un “te veo” puede salvar una vida.
En síntesis, si tenés hijos, mirala. Si sos docente, recomendala. Si fuiste adolescente, entendela. Y si todavía sos uno de ellos, ojalá alguien te escuche a tiempo.
El equipo de Ecos Mendocinos – Sociedad
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