El cuento es viejo, pero sigue pasando todos los días: líderes que no sirven, cortes de mediocres que imitan, pavos reales que solo tienen plumas. Y una sociedad que, aun viendo al rey desnudo, se convence de que es peligroso decirlo en voz alta. Por Néstor Bethencourt

1. El cuento que nos sigue pasando
El cuento de “El rey está desnudo” está tan gastado que parece casi prohibido nombrarlo. Sin embargo, cuesta encontrar una imagen más precisa para describir este momento político y social.
Tenemos reyes, reyezuelos y mini monarcas de barrio que se pasean convencidos de que llevan el traje más brillante del mundo: gestión moderna, transparencia, eficiencia, “somos distintos”, “somos los buenos”. El decorado se repite en todos lados: el despacho prolijo para la foto, los videos editados para redes, los discursos donde se autoperciben salvadores de territorios que, en los papeles, hace rato dejaron de cuidar.
La escena es siempre parecida. Hay un líder sin talento real, rodeado de una corte que le aplaude cada gesto por mínimo que sea, y una sociedad que ve las costuras, o directamente la ausencia de tela, pero elige callar. Nadie quiere ser el primero en arruinar la obra. Nadie quiere ser el chico que se atreve a decir en voz alta lo que todos están pensando en silencio: “Che… está desnudo. No hay gestión, no hay proyecto, no hay liderazgo. Apenas plumas prestadas.”
2. Cuando los líderes no sirven, todo se desmadra
Hay una idea incómoda que casi nadie quiere asumir: cuando arriba no hay conducción, abajo se desmadra todo. Si quien manda no tiene idea técnica, si carece de norte político, si le falta coraje moral y su única preocupación real es sostener su propio sillón, el resto del aparato entra en modo supervivencia.
En vez de un gobierno, empezás a ver un enjambre de pequeños feudos personales. Cada actor busca su espacio, acomoda a los suyos, protege a los que siente propios, se defiende como puede, inventa reglas para sí mismo y, de paso, reparte pequeñas dosis de poder hacia abajo para que otros hagan lo mismo. Donde debería haber una cadena de responsabilidades claras aparece un gallinero de pavos reales, todos tratando de mostrarse más grandes y más peligrosos de lo que son, jugando a ser temidos en lugar de trabajar.
El resultado se ve en la superficie: decisiones erráticas, caprichos disfrazados de política pública, controles usados como castigo personal, contrataciones hechas a medida del amigo de turno, favores a la barra propia y palazos para el que se anima a preguntar. Nada de eso ocurre por casualidad. Es el síntoma más crudo de un liderazgo vacío que, en vez de ordenar, contagia desorden.
3. Pavos reales: mucho show, poco cerebro
Los pavos reales del poder local son fáciles de reconocer. No construyen nada sólido; se dedican, sobre todo, a producir miedo barato. Les encanta marcar territorio en una oficina, levantar la voz delante de subordinados, hacer sentir el peso del cargo, amenazar con un expediente, soltar esa frase de “te voy a hacer sentir el rigor” como si estuvieran impartiendo justicia divina. A muchos les fascina hacer circular entre pasillos la idea de que “conmigo no se jode”, como si fueran figuras trágicas de alguna serie política, cuando en realidad apenas sostienen un personaje de ficción de baja calidad.
Pero si les sacás el sello, el cargo, la camioneta oficial y el celular pagado, ¿qué queda? En la enorme mayoría de los casos, muy poco. Gente que nunca fue probada en un ámbito exigente por fuera del Estado, que jamás compitió en serio en un mercado real, que no resistiría una entrevista laboral mínimamente rigurosa, que no podría explicar su propio currículum sin nombrar tres o cuatro padrinos.
Son pavos reales: imponentes de lejos, ridículos de cerca. Las plumas, es decir, el cargo, el presupuesto, el temor que generan en quienes dependen de sus firmas, no los vuelven más inteligentes ni más valiosos. Solo los vuelven más peligrosos durante un tiempo, mientras el resto compre el cuento de que esas plumas son mérito y no simple maquillaje de una mediocridad profunda.
4. El miedo como traje invisible
Como en el cuento, el traje invisible del rey no existe; lo que existe es el miedo de quienes lo miran. En municipios como Guaymallén, ese miedo no aparece de la nada: se fabrica con paciencia. Los mensajes son claros y se repiten por abajo: si hablás, te quedás sin contrato; si denunciás, te caen todas las inspecciones; si decís algo, van por tu familia; si escribís, te inventan una causa, o por lo menos te van a complicar la vida cada vez que necesites algo del Estado.
Muchas de esas amenazas ni siquiera necesitan cumplirse. Basta con un par de casos: alguien que perdió la renovación, alguien al que le cerraron todos los caminos, alguien al que una noche se lo llevó un patrullero por “portación de molestia”. Esa combinación de ejemplos concretos y rumores bien administrados alcanza para disciplinar a muchísima gente.
Así se construye el silencio. Nadie quiere quedar como el loco que “se mete con los que no hay que tocar”, nadie quiere exponerse a un castigo que, en muchos casos, ni siquiera está escrito, pero se siente en el aire. Y entonces todos fingen que el traje es perfecto, que la gestión es brillante, que los pavos reales son águilas, que los mediocres son imprescindibles. El miedo no solo protege al rey; también protege a toda su fauna de plumas brillantes.
5. La cadena de imitaciones
Cuando el líder es malo o directamente inexistente, no solo fallan las decisiones grandes. Lo que se desordena es el ejemplo. En la parte alta se premia la obediencia ciega, se aplaude al que “hace lo que hay que hacer sin hacer preguntas”, se celebra la trampa chica presentada como viveza, se negocia todo con todos mientras se vende un discurso vacío de “austeridad y transparencia”.
Abajo, ese modelo se copia de manera casi automática. El jefe medio se cree virrey de su sector. El encargado intermedio se convence de que es dueño de las personas bajo su mando. El inspector se siente juez y parte: puede decidir a quién le aplica toda la regla y a quién no. El puntero, en su rincón, se cree Dios de barrio porque reparte favores mínimos como si fueran salvaciones eternas. Cada uno reparte miedo a su escala y arma su propia corte.
Al final, lo que se ve es una estructura aparentemente sólida, cuando en realidad es una colección de inseguridades encadenadas. Cientos de mediocres intentando compensar sus carencias con un poquito de poder prestado. Se creen gigantes, se comportan como capangas y, sin embargo, todos comparten la misma fragilidad: si el rey cae, si el traje se rompe, si el cuento se agota, sus plumas también se desploman.
6. Los que ven, los que callan y los que toman nota
En este paisaje hay, por simplificar, tres grandes grupos. Están los que compran el cuento completo: se tragan el relato de la gran gestión, repiten que “son los únicos que pueden gobernar esto”, se justifican diciendo que “peor sería otro” y llegan a sentir orgullo de ser parte de la cercanía con el pavo real de turno. Es gente que, por convicción, interés o necesidad, decide creer que el traje existe.
Están los que ven pero callan. Estos saben que el rey está desnudo, que las plumas son prestadas, que el miedo es más relato que realidad. Reconocen la mediocridad envuelta en boato, pero sienten que no pueden arriesgar nada: trabajo, estabilidad, salud mental, techo para los hijos. No son cómplices por ideología; son rehenes de un sistema que los agotó tanto que los empujó a agachar la cabeza.
Y están los que ven y toman nota. A veces no tienen poder para frenar la maquinaria, ni espalda para encarar denuncias abiertas, ni recursos para bancarse una guerra larga. Pero guardan cosas: documentos, historias, fechas, nombres, capturas de pantalla, anotaciones en un cuaderno, correos impresos, recortes, notas periodísticas. Son personas que no compran el relato, aunque no siempre puedan enfrentarlo de manera frontal. Saben que la rueda gira y que, cuando gire en serio, va a ser importante que alguien recuerde cómo estaba vestido el rey en realidad.
Vos ya sabés en cuál de esos grupos estás. Y ellos, aunque no lo admitan ni en sueños, también intuyen que hay bastante más gente en el tercer grupo de lo que les gustaría.
7. ¿Qué hacemos con la imagen del rey desnudo?
Nombrar al rey desnudo no siempre significa subirse a una tarima con megáfono. A veces es algo más íntimo y más decisivo: dejar de creer que son gigantes, dejar de admirar al que solo infunde miedo, dejar de justificar lo injustificable, dejar de repetir que “bueno, peor sería otro” como si fuera una excusa eterna.
Hay quienes pueden y quieren gritarlo. Periodistas, activistas, empleados que se cansaron del miedo, vecinos que ya no soportan ver el mismo abuso una y otra vez. Otros quizás nunca lo griten en público, pero pueden tomar decisiones silenciosas que igual tienen peso: dejar de aplaudir en los actos, dejar de prestarse para el show de la pluma, dejar de hacer de estatua en las fotos oficiales, dejar de repetir en sobremesas el relato que les causa náuseas en privado.
El sistema se sostiene con muy poco: le alcanza con que no lo contradigas. No necesita tu entusiasmo; le basta tu resignación. Romper ese pacto, aunque sea un poco, ya es pinchar el globo del miedo. Aun si nadie lo ve desde afuera, el primer cambio se produce adentro de cada uno: dejar de respetar lo que no lo merece.
8. Las plumas se caen, la rueda gira
Los pavos reales del poder creen que las plumas son eternas. Lo creen de verdad. Se imaginan a sí mismos como actores imprescindibles de una obra que no puede continuar sin ellos. Pero la historia insiste en lo contrario: cambian los gobiernos, cambian las lealtades, cambian las protecciones, cambian los humores sociales. Lo que ayer parecía intocable hoy puede terminar sentado frente a un juez, frente a un auditor, frente a un periodista o, más incómodo todavía, frente a la mirada de quienes alguna vez aplaudieron y ahora preguntan.
Quien hoy te mira desde arriba, rodeado de aplausos y reverencias forzadas, mañana puede estar rindiendo examen ante la misma gente a la que trató como descartable. Y ahí se ve de qué estaba hecho el traje: siempre fue el mismo cuerpo desnudo, lleno de errores, miedos y miserias, solo que con buena iluminación y un coro obediente.
La pregunta, como siempre, no es solo qué va a pasar con ellos. Es también qué va a pasar con nosotros. Cuando la rueda gire y el rey quede expuesto, ¿vamos a tener el coraje de decir “lo sabíamos” y mostrar lo que guardamos, o vamos a fingir sorpresa como si nunca hubiéramos visto las plumas falsas, los trajes invisibles, los pavos inflados?
El cuento está gastado, sí, pero sigue siendo cierto: el rey está desnudo, los pavos reales no dan tanto miedo y la rueda gira. La única decisión que nos toca, mientras tanto, es esta: si vamos a vivir arrodillados frente a disfraces baratos o si, aunque sea en nuestro fuero íntimo, vamos a empezar a tratarlos como lo que son.
Porque, más allá de la bronca y del cansancio, hay algo que se mantiene: el miedo que ellos venden también tiene fecha de vencimiento. Y ese día, cuando caigan las plumas y se apaguen los reflectores, más de uno va a descubrir que nunca fue un monstruo temible. Era apenas un tipo común, con mucho más poder del que jamás supo merecer.
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Néstor habla de los destacados de tránsito. Destacado el sr. Gamboa que se choreo todo en la playa de secuestro y toda la mañana se la pasa en calle bolivia y Godoy cruz desayunando en la movilidad p-76 y los que dirigen el tránsito en calle arenales ni las Gracias le dieron. Que vergüenza.
Lo peor de los destacados es que se destacó el sub director Martin adi, CARADURAS.